Me senté a mirar a mis hijos. Se los veía tranquilos, jugando.
Había estado fantaseando con ser otra persona. Otra que no hubiera conocido a mi marido. Que hubiera terminado la carrera. Que no hubiera tenido hijos hasta después de los treinta. Que hubiera tenido otra vida, mejor que la mía. Y me di cuenta que esa otra vida no hubiera sido necesariamente mejor.
Sobre todo, me di cuenta que si el precio que tenía que pagar por haberme enamorado tan joven y por haber tenido a mis hijos, era sentir que me ahogaba, pues nada, entonces prefería tener que pagar ese precio.
Quizás ya lo había pagado con creces. Ahora tocaba coger aire y seguir.
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