La última persona sobre la tierra, o eso piensa la mujer. Se agacha ceñuda, agarra un puñado de barro, le da forma entre sus manos. A continuación se atraviesa el vientre – pero es fuerte y no grita –, se arranca una costilla y, tras sumarla a la masa, moldea un varón. Dios la observa sobrecogido, traga saliva, aplaude. La creadora no escucha. Se vuelve hacia ese espejismo – ¿el altísimo lo llamaban? – y, sin dudarlo, lo desvanece por siempre de un soplo.
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