“¿Por qué habla tan
poco Eugenita?” le preguntaban algunos. “¿Quién la enseñó a callar?” decían
otros. Ella sonreía y contestaba: “A
hablar nos enseñan a todos pero a callar…a callar aprendí yo sola”. Al dejar la
casa materna supo que no salía barato decir lo que no se debe, cuando no se
debe y a quien no se debe. Aprendió pronto la aritmética de los palos: por cada
palabra mal dicha, un bofetada; por quejarse de la bofetada, otra más fuerte y
por decir ¡no me pegues más, por el amor de Dios!, una paliza entera, hasta que
el silencio le borboteara como la sangre por las comisuras de los labios. Ahora
todo había pasado, todo menos el silencio.
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