Ahi estaba, sentada en la sala de espera del juzgado.
No había pegado ojo en toda la noche.
Mientras esperaba, recordó las palabras de su madre cuando aun vivía para aconsejarla. ¡Cómo la extrañaba!, ¿porqué no le obedeció?:
-No te cases. Él no te conviene.
-Espero un hijo suyo.
-Pero si no lo quieres.
-Aprenderé a quererlo.
Aprenderé a quererlo. Esas palabras retumbaban en su cabeza como el péndulo de un reloj de pared.
No lo habría dicho de saber la mala vida que le había dado durante los treinta años de matrimonio. Y ahora debía luchar por sus hijos.
-¿Señora Martínez?
Su turno. Lucharía. Porque era mujer pero también era madre. Y eso para ella lo era todo.
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