Dos lágrimas, cálidas y raudas, cruzaron el rostro de Beatriz mientras contemplaba triste la actitud de aquel profesor, idolatrado y admirado de la infancia a la adolescencia, en ese mágico día en el que culminaban sus estudios secundarios y se abría la ilusionante etapa universitaria. Desencantada, vio cómo daba parabienes y ánimos a sus compañeros y para ella un consejo, exhortándole vehemente para que cumpliera con su obligación casándose y teniendo hijos.
Pasaron los años y dos lágrimas resbalaron por las mejillas de aquel anciano, cuando observó el rostro de quien recordaba su alumna, Beatriz, ahora con bata blanca y fonendo auscultando su pecho; sabiendo que sus manos le salvaron la vida y feliz de que no siguiera su consejo.
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