De ninguna manera iba a comprar aquello. ¿Qué tipo de ideas le transmitiría? ¿Cómo iba a perpetuar la violencia una generación más, fingiendo que era un juego desde la más tierna infancia? Pero ella tiraba de mi manga y protestaba con tono lastimero, y con esa constancia cojonera típica de los niños (intento comprar naranjas, cariño, ¿no quieres un zumo cuando lleguemos a casa?).
Estábamos en la caja y parecía decidida a no sonreír durante el resto de su vida. Torcía el gesto y me miraba con rencor, y yo que no quería problemas por un juguete suspiré y pregunté a la duendecilla con lazos si realmente valía la pena. “Mamá” dijo con solemnidad “es una espada mágica de verdad”.
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