Qué equivocado estabas, abuelo, cuando en cada sobremesa me aconsejabas con suficiencia que lo olvidara. Qué pena no haberte podido dar una lección. Ojalá hubieras visto cómo me subía a esa interminable escalera que veíamos en los libros de la biblioteca, o la cara de aquel niño al verme aparecer. Qué impotencia me da el hecho de que nunca sabrás que, esta tarde, tu nieta apagó su primer fuego.
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