Tras una segunda copa de vino, lo vi todo claro, el rojo, el suelo, las paredes…
La oscuridad ya no existía, era libre, tenía dos alas en la espalda y me disponía a volar.
Sin embargo, me quedé un rato más observándolo, embebiéndome en su rostro, castigándole con mi presencia, con mi respiración, con una sonrisa de satisfacción, y él perplejo con la vista fija en mi, inmóvil, en silencio, absorto en la oscuridad más profunda, y yo no podía dejar de mirarle.
Los papeles habían cambiado, ya no era pequeña, se acabaron las manchas púrpuras en mi piel, se acabó el miedo.
Descolgué el teléfono:
- ¿La policía? Bien, ahora ya soy libre.
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