Me enseñaron que las mujeres somos encantadoras, dulces y hacendosas, y que todos los hombres -hasta los padres, hasta los maridos- son algo niños y nos necesitan para nacer, para vivir, para envejecer y para morir.
Cuando me casé, mi madre me abrazó, susurrando: "eres afortunada. Tienes que sentirte feliz".
Yo la creí.
Limpié, cociné, lavé, planché, velé por mi familia, soñé con el mar. Cada día me repetía, como una oración: soy afortunada, soy feliz.
Y secaba mis lágrimas.
Hasta que un día fabriqué unas alas con las páginas de cien libros y volé hacia el mar, sin escuchar los gritos de "¡detente, no puedes volar!".
Entonces supe lo que es ser feliz.
Porque MI felicidad la defino YO.
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