Lola iba todos los días a la fábrica de conservas, donde rajaba el vientre y sacaba las tripas de un millón y medio de peces al día. Los había contado. Entró a trabajar cuando tenía 17 años. Desde entonces desprendía un aroma a pez que nunca la abandonó. Ahora tenía 61.
Su vida era ruido, máquinas, ruedas, suelo mojado, pescado, sangre. El reloj marcaba las horas pero todas eran iguales. Lola no sabía dónde acababa su cuerpo y empezaban los peces. Sus brazos siempre estaban llenos de vísceras y escamas.
Un día, cogió su propio brazo de pez, rajó la piel y sacó las venas. En la fábrica dijeron que tuvo un lapsus momentáneo.
En realidad, estaba matando una sirena.
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