El chorro de agua fresca arrastra las legañas de su rostro de la misma manera que se fueron los años vividos. Y Manuela revive la primavera de su infancia cuando, aún niña, trabajó las tierras, cuidó los animales y atendió a una madre eternamente postrada en cama.
Porque recordar los años echados al lomo como trabajadoras de jornada y media diaria evoca dolores pegados al costillar, y provoca un reproche que surca las arrugas de su cara. Una lágrima por padre y todos los que jamás escupieron un gesto de reconocimiento hacia estas mujeres. Las mismas que, a la par que trabajaban como hombres, corrían más que las penas para dejarlas atrás. Para huir de la miseria.
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