Agitando con firmeza su enorme verga, aquel hombre le ordenó que se abriera para satisfacer sus deseos. Ella yacía inquieta frente a él, y, con un ligero ronroneo al principio y un rugido vibrante después, separó su húmeda intimidad y dejó paso, lúbrica e invitadora, a ese vagabundo poderoso, de barba poblada, que parecía irradiar luz desde la frente. Ya estaba dócilmente entregada. Él penetró en ella con todas sus fuerzas, hasta lo más profundo.
Cuando Moisés y sus tribus hubieron llegado a la otra orilla, la mar se cerró, impenetrable para los soldados de Faraón, que perecieron ahogados.
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