Regresó
el Escultor de su jornada de cincel, las manos magulladas y el cuerpo exhausto,
y dejó su obra sobre la mesa junto al caballete donde la Pintora se divertía
salpicando el lienzo de colores. La mujer contempló como el hombre mostraba su
trofeo con cierta arrogancia pero sin perder la sutil actitud de respeto con
que siempre la trataba. Frente al poder de destrucción y creación del Escultor,
la Pintora
poseía un poder de alegría y viveza que a él le sobrecogía. Sonrío la mujer al
mirarle, acarició sus ásperos cabellos y decidió hacerle un regalo: durante el
resto del día y hasta que el sol se ocultara, le dejaría creer que era el amo
del mundo.
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